Proposición del 9 de octubre de 1967
La comisión de la garantía por JACQUES LACAN
PRIMERA VERSIÓN
(El texto definitivo de la Proposición del 9 de octubre de 1967 sobre el psicoanalista de la Escuela se publicó en el primer número de la revista Scilicet, Ed. du Seuil, 1969. Reproducimos aquí la primera versión inédita, tal como fue efectivamente formulada ese día)
Se trata de fundar en un estatuto lo bastante durable para ser sometido a la experiencia, las garantías con que nuestra Escuela podrá autorizar por su formación a un psicoanalista, y desde ese momento responder de esto.
Para introducir mis proposiciones ya están mi acta de fundación y el preámbulo del anuario. La autonomía de la iniciativa del psicoanalista se plantea allí en un principio que entre nosotros no podría sufrir vuelta atrás.
La Escuela puede dar testimonio de que en esa iniciativa, el psicoanalista aporta una garantía de formación suficiente.
Puede ella asimismo constituir el ambiente de experiencia y crítica que establezca y hasta sostenga las mejores condiciones de garantías.
Puede hacerlo y, por lo tanto, debe, ya que no es la Escuela únicamente en el sentido de que distribuye una enseñanza, sino de que instaura entre sus miembros una comunidad de experiencia, cuyo meollo está dado por la experiencia de los practicantes.
A decir verdad, su enseñanza misma no tiene más fin que el de aportar a esa experiencia la corrección, a esa comunidad la disciplina desde donde se promueve, por ejemplo, la cuestión teórica de situar el psicoanálisis con respecto a la ciencia.
El núcleo de urgencia de esa responsabilidad no pudo dejar de inscribirse ya en el anuario.
Garantía de formación suficiente: es el A.M.E., el analista miembro de la Escuela.
A los A.E., llamados analistas de la Escuela, les correspondería el deber de la institución interna que somete a una crítica permanente la autorización de los mejores.
Aquí debemos insertar la Escuela en lo que, para ella, es el caso. Expresión que designa una posición de hecho que ha de retener acontecimientos relegados en esta consideración.
Por su agrupamiento inaugural, la Escuela no puede omitir que éste se constituyó por una elección para sus miembros deliberada, la de quedar excluido de la Asociación Psicoanalítica Internacional.
Cada uno sabe, en efecto, que fue sobre una votación, que no ponía en juego otra cosa sino el permitir o el prohibir la presencia de mi enseñanza, como se suspendió su admisión a la I.P.A., sin otra consideración extraída de la formación recibida, y especialmente sin objeción de que ésta fuese recibida de mí. Una votación, una votación política, bastaba para ser admitido en la Asociación Psicoanalítica Internacional, como lo demostraron sus consecuencias.
De esto resulta que aquellos que se reagruparon en mi fundación, con ello no atestiguan otra cosa que el valor que atribuyen a una enseñanza – que es la mía, de hecho sin rival – para sostener su experiencia. Esta atribución es de pensamiento práctico, digámoslo, y no de enunciados conformistas: es por el aire, llegaremos a esta metáfora, que nuestra enseñanza aporta al trabajo, que se prefirió ser excluido a verla desaparecer e incluso a separarse de ella. Esto se deduce fácilmente del hecho de que hasta ahora no disponemos de ninguna otra ventaja con la que pudiéramos compensar la posibilidad así declinada.
Antes de ser un problema que se proponga a ciertas cavilaciones analíticas, mi posición de jefe de Escuela es un resultado de una relación entre analistas, que desde hace diecisiete años se impone a nosotros como un escándalo.
Subrayo que nada hice al producir la enseñanza que me fue confiada en un grupo, ni para obtener brillo para mí, especialmente por ninguna apelación al público, ni incluso para subrayar demasiado las aristas que habrían podido contrariar la vuelta a la comunidad, que durante estos años continuaba siendo la única verdadera preocupación de aquéllos a quienes me había reunido un infortunio precedente (es decir, la sanción decretada por los esmeros de la señorita Ana Freud a una estúpida maniobra, cometida bajo la consigna de que yo no me enterara de ella).
Esta reserva de mi parte es notable, por ejemplo, en el hecho de que un texto, esencial de encontrar en mis Escritos por presentar, bajo la inevitable forma de la sátira, la crítica cuyos términos fueron todos elegidos, de las sociedades analíticas en ejercicio, (Situación del psicoanálisis en 1956), de que ese texto, que se debe tener por prefacio a nuestro esfuerzo presente, fue retenido por mí hasta la edición que lo libra.
He preservado, pues, en estas pruebas, se sabe, lo que podía yo dar. Pero también preservé lo que a otros parecía algo por obtener.
Estas evocaciones sólo están destinadas a situar con precisión el orden de concesión educativa al que sometí incluso los tiempos de mi doctrina.
Esta medida, siempre sostenida, permite ahora olvidar el increíble oscurantismo del auditorio ante el cual tenía que hacerla valer.
Esto para decir que aquí me será preciso adelantar, en las fórmulas que voy a proponerles ahora, los resultados que tengo el derecho de esperar, y en especial de las personas presentes, de lo que me fue permitido emitir hasta entonces.
Al menos se tiene, para inferir lo que viene aquí, bajo todas las formas posibles, ya de mí la indicación.
Partimos de que la raíz de la experiencia del campo del psicoanálisis planteado en su extensión, única base posible para dar motivo a una Escuela, debe ser hallada en la experiencia psicoanalítica misma, queremos decir tomada en intensión: única razón valedera que se ha de formular de la necesidad de un psicoanálisis introductivo para operar en este campo. En lo cual, por lo tanto, concordamos de hecho con la condición, admitida por doquier, del psicoanálisis llamado didáctico.
Por lo demás, dejamos en suspenso lo que impulsó a Freud a ese extraordinario joke que realiza la constitución de las sociedades psicoanalíticas existentes, porque no es posible decir que él las habría querido de otro modo.
Lo que importa es que no pueden sostenerse en su éxito presente sin un apoyo firme en lo real de la experiencia analítica.
Es preciso, pues, interrogar a ese real para saber cómo conduce a su propio desconocimiento, y hasta produce su negación sistemática.
Este feedback desviante sólo puede ser detectado, como acabamos de plantear, en el psicoanálisis en intensión. Al menos así se lo aislará de aquello que en la extensión corresponde a resortes de competencia social, por ejemplo, que no pueden producir aquí otra cosa que confusión.
¿Quién que posea cierta visión de la transferencia podría dudar de que no hay referencia más contraria a la idea de la intersubjetividad?
Hasta el punto de que podría sorprenderme el que ningún practicante se hubiese percatado de hacerme con ella objeción hostil, y hasta amistosa. Esto me habría dado ocasión de señalar que fue efectivamente para que él pensara en ello que tuve que recordar primero lo que implica de relación intersubjetiva el uso de la palabra.
Esto explica que a cada momento, en mis Escritos, indique mi reserva sobre el empleo de la mencionada intersubjetividad por esa especie de universitarios que no saben zafarse de su suerte sino aferrándose a términos que les parecen levitatorios, por no captar su conexión allí donde sirven.
Es verdad que son los mismos que favorecen la idea de que la praxis analítica está destinada a abrir a la comprensión nuestra relación con el enfermo. Complacencia o malentendido que falsea nuestra selección desde el comienzo, donde se muestra que ellos no pierden tanto el norte cuando se trata de ganarse el pan.
La transferencia, vengo martillándolo desde hace algún tiempo, no se concibe sino a partir del término del sujeto supuesto saber.
Dirigiéndome a otros, produciría yo de entrada lo que este término implica de caducidad constitutiva para el psicoanalista, ilustrándolo con el caso original, Fliess, es decir, el medicastro, el cosquilleador de narices, pero que en esa cuerda pretende hacer resonar los ritmos arquetípicos, veintiún días para el macho, veintiocho para la hembra, muy precisamente ese saber que se supone basado en otras redes que las de la ciencia que en esa época se especifica por haber renunciado a aquéllas.
Esta mistificación que redobla la antigüedad del status médico, es lo que bastó para abrir el lugar donde después se alojó el psicoanalista. Qué significa esto sino que el psicoanálisis depende de aquel que debe ser llamado psicoanalizante: Freud el primero en la ocasión, demostrando que pueden concentrar en él la totalidad de la experiencia. Lo que no por ello constituye un autoanálisis.
Está claro que el psicoanalista tal como resulta de la reproducción de esa experiencia, por la sustitución del psicoanalizante original en su lugar, se determina de manera diferente en relación con el sujeto supuesto saber.
Este término exige una formalización que lo explique.
Y que precisamente tropieza de inmediato con la intersubjetividad. ¿Sujeto supuesto por quién, se dirá, sino por otro sujeto?
¿Y si provisionalmente supusiéramos que no hay sujeto que pueda ser supuesto por otro sujeto? Sabemos, en efecto, que no nos referimos aquí al sentido difuso del sujeto psicológico, que es precisamente lo que el inconciente pone en cuestión.
¿No es algo establecido que el sujeto trascendental, digamos el del cogito, es incompatible con la posición de otro sujeto? Ya en Descartes se advierte que no podría tratarse de esto, salvo pasando por Dios como garante de la existencia. Hegel vuelve las cosas a su lugar con la famosa exclusión de la coexistencia de las conciencias. De donde parte la destrucción del otro, inaugural de la fenomenología del espíritu, pero ¿de qué otro? Se destruye al viviente que soporta la conciencia, pero a la conciencia, la del sujeto trascendental, es imposible. De allí la puerta cerrada en que Sartre concluye: es el infierno. Tampoco el oscurantismo parece estar cerca de morir tan pronto.
Pero tal vez, planteando al sujeto como lo que un significante representa para otro significante, podremos volver más manipulable la noción de sujeto supuesto: el sujeto está allí bien supuesto, muy precisamente bajo la barra misma trazada bajo el algoritmo de la implicación significante. O sea:
El sujeto es el significado de la pura relación significante.
¿Y al saber, dónde asirlo? El saber no es menos supuesto, acabamos de advertirlo, que el sujeto. Una vez más se impone aquí la necesidad del pentagrama de la escritura musical para dar cuenta del discurso, para que se capte profundamente el
Dos sujetos no son impuestos por la suposición de un sujeto, sino únicamente un significante que representa para otro cualquiera, la suposición de un saber como adyacente a un significado, o sea un saber tomado en su significación.
Lo que define como ternaria a la función psicoanalítica es la introducción de este significante en la relación artificial del psicoanalizante en potencia con lo que permanece en estado de x, a saber, el psicoanalista.
Se trata de extraer de aquí la posición, así definida, del psicoanalista.
Porque aquel que así se designa no puede, sin deshonestidad radical, deslizarse dentro de este significado, aun cuando su partenaire lo vista con él (que en modo alguno es lo corriente), dentro de este significado al que se le imputa el saber.
Porque su saber no sólo no es de la especie de aquello que Fliess elucubra, sino que muy precisamente es aquello de lo que él no quiere saber nada. Como se ve en ese real de la experiencia hace poco invocada allí donde él está: en las Sociedades, si la ignorancia en que el analista permanece de lo que incluso podría empezar a articularse de científico en ese campo, por ejemplo la genética o la intersexualidad hormonal, lo sabemos: de eso no conoce nada. En rigor, si lo tiene que conocer es sólo a modo de coartada para los colegas.
Por lo demás, las cosas encuentran su lugar de inmediato si se recuerda lo que, para el único sujeto en cuestión (que es, no lo olvidemos, el psicoanalizante), hay que saber.
Y esto introduciendo la distinción siempre presente en la experiencia del pensamiento tal como la historia la ofrece: distinción entre saber textual y saber referencial.
Una cadena significante: tal es la forma radical del saber llamado textual. Y lo que el sujeto de la transferencia se supone que sabe es, sin que el psicoanalizante lo sepa aún, un texto, si el inconciente es efectivamente lo que sabemos: estructurado como un lenguaje.
Cualquier sabio de otro tiempo, y hasta sofista, propalador de cuentos, u otro talmudista, enseguida estaría aquí al corriente. Errado sería creer, sin embargo, que ese saber textual ha dado fin a su misión con el pretexto de que ya no admitimos revelación divina.
Un psicoanalista, al menos de aquellos a los que enseñamos a reflexionar, debería no obstante reconocer aquí la razón de la prevalencia de un texto al menos, el de Freud, en su cogitación.
Digamos que el saber referencial, el que se vincula al referente, que como saben ustedes completa el ternario cuyos otros dos términos son significante y significado, dicho de otro modo, que lo connota en la denotación, no está ausente, desde luego, del saber analítico, pero concierne ante todo a los efectos del lenguaje, el sujeto en primer lugar, y lo que podemos designar con el término amplio de estructuras lógicas.
Sobre muchísimos objetos que estas estructuras implican, sobre casi todos los objetos que por ellas vienen a condicionar el mundo humano, no se puede decir que el psicoanalista sepa gran cosa.
Estaría mejor, pero es variable.
La cuestión es no lo que él sabe, sino la función de lo que él sabe en el psicoanálisis.
Si nos atenemos a ese punto nodal que allí designamos como intensivo, o sea la manera en que tiene que precaverse de la investidura que recibe del sujeto supuesto saber, aparece claramente la discordancia de lo que de inmediato va a inscribirse de ello en nuestro algoritmo.
Todo lo que sabe no tiene nada que ver con el saber textual que el sujeto supuesto saber le significa: el inconciente que implica la empresa del psicoanalizante.
Simplemente el significante que determina a un cierto sujeto, tiene que ser retenido por él por lo que significa: el significado del texto que él no sabe.
Así es lo que dirige la extrañeza en que se le aparece la recomendación de Freud, no obstante tan insistente, que se articula de manera expresa como el excluir todo lo que él sabe cada vez que aborda un nuevo caso.
El analista no posee otro recurso que el de colocarse en el nivel del s de la pura significación del saber, o sea del sujeto que todavía sólo es determinable por un deslizamiento que es deseo, de hacerse deseo del Otro, en la pura forma que se aísla como deseo de saber.
Siendo el significante de esa forma lo que se articula en el Banquete como a g a l m a, el problema del analista es representable (y por eso le hemos dejado el sitio que sabemos) en la manera en que Sócrates soporta el discurso de Alcibíades, o sea, muy precisamente en cuanto apunta a otro, Agatón, de irónico nombre precisamente en este caso.
Sabemos que no hay a g a l m a que que aquel que quiera su posesión, pueda obtener.
La envoltura (cualquiera que sea la desgracia que haga al psicoanalista parecer constituirla), es una envoltura que estará vacía, si él la abre a las seducciones del amor o el odio del sujeto.
Pero esto no equivale a decir que la función del a g a l m a del sujeto supuesto saber no pueda ser para el psicoanalista, tal como acabo de esbozar los primeros pasos, la manera de centrar lo concerniente a lo que elige saber.
En esta elección, el lugar del no saber es central.
Este lugar no es menos articulable en conductas prácticas. Por ejemplo, lo hemos dicho, la del respeto al caso. Pero éstas resultan perfectamente inútiles fuera de una teoría sólida de lo que se rechaza y lo que se admite considerar como ser a saber.
El no saber no es de modestia, lo cual todavía implica situarse con relación a sí; es, propiamente, la producción «en reserva» de la estructura del único saber oportuno.
Para referirnos a lo real de la experiencia, supuestamente revelable en la función de las sociedades, encontremos ahí forma de entender por qué razón seres que se distinguen por la nulidad del pensamiento, reconocida por todos y admitida como de hecho en las conversaciones corrientes (esto es lo importante), son fácilmente puestos en el grupo en función representativa.
Hay aquí un capítulo que designaré como la confusión sobre el cero. El vacío no es equivalente a la nada. El punto de referencia en la medida no es el elemento neutro de la operación lógica. La nulidad de la incompetencia no es lo no marcado por la diferencia significante.
Designar la forma del cero es esencial, que (tal es la mira de nuestro 8 interior), colocada en el centro de nuestro saber, sea rebelde a que la sustituyan las falsas apariencias de una prestidigitación aquí muy singularmente favorecida.
Porque justamente puesto que todo un saber excluido por la ciencia no puede sino ser mantenido a distancia del psicoanálisis, si no se sabe decir qué estructura lógica lo suple «en el centro» (término aquí aproximado), cualquier cosa puede ocuparlo (y los discursos sobre la bondad).
En esta línea se coloca la lógica del fantasma. La lógica del analista es el a g a l m a que se integra en el fantasma radical que construye el psicoanalizante.
Esta ordenación del orden del saber en función en el proceso analítico es aquello en torno a lo cual debe girar la admisión en la Escuela. Ella implica toda clase de aparatos, cuya alma debe ser hallada en las funciones ya delegadas en el Directorio: Enseñanza, Dirección de trabajos, Publicación.
Incluye la reunión de ciertos libros que se publicarán en colección, y más allá una bibliografía sistemática. Doy aquí sólo unas indicaciones.
Esta exposición está destinada a mostrar cómo se empalman inmediatamente los problemas en extensión, con aquellos centrales a la intensión.
Es así como hay que volver a abordar la relación del psicoanalizante con el psicoanalista, y, como en los tratados de ajedrez, pasar del comienzo al final de la partida.
Que en el final de la partida se encuentre la clave del paso de una de las dos funciones a la otra, esto es algo exigido por la práctica del psicoanálisis didáctico.
Nada hay aquí que no quede confuso o velado. Quisiera indicar cómo podría operar nuestra Escuela para disipar esta tiniebla.
No tengo aquí transición que facilitar para aquellos que me sitúen en otra parte.
¿Qué es lo que al final del análisis llega a darse a saber?
En su deseo, el psicoanalizante puede saber lo que él es. Pura falta en tanto que (- j), es por medio de la castración, cualquiera que sea su sexo, que encuentra el lugar en la relación llamada genital. Puro objeto en tanto que (a) él obtura la hiancia (béance) esencial que se abre en el acto sexual, por funciones que calificaremos de pregenitales.
Yo demuestro que esa falta y ese objeto tienen igual estructura. Esta estructura no puede ser más que relación con el sujeto, en el sentido admitido por el inconciente. Ella condiciona la división de ese sujeto.
Su participación en lo imaginario (la de esa falta y ese objeto) permite al espejismo del deseo establecerse sobre el juego observado de la relación de causación por donde el objeto (a) divide al sujeto (d ® ( $ à a) ).
Pero observen allí ustedes mismos lo que sucede con lo que denominé más arriba el psicoanalizante. Si digo que él es causa de su división, es en cuanto se ha convertido en el significante que supone el sujeto del saber. Sólo él no sabe que él es el a g a l m a del proceso analítico (¿cómo, cuando es Alcibíades, no reconocerlo ?), ni a qué otro significante desconocido (y cuán nulo por lo general) su significación de sujeto se dirige.
Su significación de sujeto no rebasa el advenimiento del deseo, fin aparente del psicoanálisis, sino que allí sigue siendo la diferencia del significante al significado lo que caerá (bajo la forma del (- j) o del objeto (a) ) entre él y el psicoanalista, en la medida en que éste va a reducirse al significante cualquiera.
Por eso digo que es en ese (- j) o ese (a) donde aparece su ser. El ser del a g a l m a , del sujeto supuesto saber, completa el proceso del psicoanalizante, en una destitución subjetiva.
¿No tenemos aquí lo que sólo entre nosotros podríamos enunciar? ¿No es bastante para sembrar el pánico, el horror, la maldición y hasta el atentado? En todo caso, ¿lo que podría justificar las perjudiciales aversiones a la entrada del psicoanálisis?
Ciertamente, hay trastorno en un cierto extremo del análisis, pero sólo hay angustia legítima (de la que he hablado) si se penetra – y al psicoanálisis didáctico le es preciso hacerlo – en lo que bien hay que llamar un más allá del psicoanálisis, en la verdadera guardia donde sucumbe en el presente toda enunciación rigurosa sobre lo que allí sucede.
Esa guardia se une a la despreocupación que con mayor firmeza protege juntos a verdad y sujetos, y por eso al proferir ante los segundos la primera esto no produce, bien se sabe, ni calor ni frío sino a los que están cerca de ella. Hablar de destitución subjetiva no detendrá al inocente.
Únicamente hay que tener presente que con respecto al psicoanalizante, el psicoanalista, y a medida que más se haya avanzado hacia el final de la partida, está en posición de resto hasta el punto de que efectivamente es a él que lo que, con una denotación gramatical que vale por mil, llamaríamos el participio pasado del verbo, convendría más bien en ese extremo.
En la destitución subjetiva, el eclipse del saber va a esa reaparición en lo real, con la que alguien a veces os entretiene.
Aquel que ha reconstruido su realidad de la hendidura del impúber, reduce a su psicoanalista al punto proyectivo de la mirada.
Aquel que, niño, se encontró en el representante representativo de su propia sumersión a través del papel de periódico con que se resguardaba el muladar de los pensamientos paternos, devuelve al psicoanalista el efecto de umbral donde él se vuelca en su propia deyección.
El psicoanálisis muestra en su fin una ingenuidad de la que cabe preguntarse si podemos darle el rango de garantía en el paso al deseo de ser psicoanalista.
Aquí corresponde retomar, pues, el sujeto supuesto saber del lado del psicoanalista. ¿Qué puede pensar este último ante lo que cae del ser del psicoanalizante, cuando habiendo llegado a saber éste un pedazo de ese sujeto, ya no tiene ningunas ganas de levantar su opción?
¿A qué se asemeja este punto de encuentro donde el psicoanalizante parece duplicarlo por una inversión lógica que se diría atribuyéndole su articulación: «Que él sepa como que es de él lo que yo no sabía del ser del saber, y que ahora tiene por efecto que lo que yo no sabía está de él borrado?»
Esto es otorgarle la mejor parte de ese saber acaso inminente, en lo más agudo, que lo que la destitución subjetiva en esa caída enmascara la restitución donde viene el ser del deseo, de reunirse, no anudándose allí más que de un único borde, al ser del saber.
Así Tomás al final de su vida: sicut palea, lo dice de su obra: basura.
Por lo que el psicoanalista dejó obtener al psicoanalizante del sujeto-supuesto-saber, a él le corresponde perder allí el a g a l m a.
Fórmula que no nos parece indigna de ocupar el lugar de la fórmula de la liquidación – ¡término cuán fútil! – de la transferencia, cuyo beneficio principal es, a pesar de la apariencia, echar siempre al paciente presunto, en última instancia, la responsabilidad.
En ese rodeo que lo rebaja, el analista es gozne de la seguridad que toma el deseo en el fantasma, y del cual se revela entonces que su aprehensión no es otra cosa que la de un des-ser.
¿Pero no se ofrece aquí al psicoanalizante esa vuelta de más en el doblaje que nos permite engendrar en él el deseo del psicoanalista?
Retengamos sin embargo, antes de dar ese paso, la alternancia en que nuestro discurso se sincopa al hacer así que uno de ellos sea pantalla para el otro. ¿Dónde palpar mejor la no intersubjetividad? Y cuán imposible es que aquel que atraviesa ese pase emita un testimonio justo sobre el que lo constituye; entendamos que él es este pase por resultar su momento su esencia misma, aun si, después, eso le pasará.
Por eso aquellos a quienes eso pasó hasta el punto de quedar boquiabiertos por ello, me parecen juntar lo impropio con lo imposible en ese testimonio eventual, y mi proposición será que sea más bien ante alguien que aún esté en el movimiento original como se experimente que ha advenido efectivamente el deseo del psicoanalista.
¿Quién mejor que este psicoanalizante en el pase podría autentificar allí la cualidad de una cierta posición depresiva? No estamos descubriendo nada. Uno no puede dárselas de eso, si no está en la cosa.
Este es el momento mismo de saber si en la destitución del sujeto adviene el deseo que permita ocupar el lugar del des-ser, precisamente de querer operar nuevamente lo que implica de separación (con la ambigüedad del se parere que allí incluimos para tomar aquí su acento) el a g a l m a. Digamos aquí, sin más desarrollo, que un acceso semejante implica la barra puesta sobre el Otro, que el a g a l m a es su significante, que es el Otro que cae el (a) como en el Otro se abre la hiancia del (- j) y que por eso, quien puede articular ese S (A tachado) no tiene que hacer ningún curso, ni en los Muy-Necesarios ni entre las Suficiencias para ser digno de la Beatitud de los Grandes Ineptos de la técnica reinante.
Por la razón de que aquél como S (A tachado) echa raíces en lo que se opone más radicalmente a todo aquello en lo cual es preciso y basta con ser reconocido para ser: la honorabilidad, por ejemplo.
El paso que ha cumplido se traduce aquí de otro modo. Para ello ni hace falta ni basta con que se lo crea dado para que lo sea. Éste es el verdadero alcance de la negación constituyente de la significación de infamia.
Connotación que bien habría que restaurar en el psicoanálisis.
Distraigámonos. Apliquemos S (A tachado) a A.E. Esto da: E. Queda la Escuela [Ecole] o la Prueba [Epreuve], quizá. Eso puede indicar que un psicoanalista siempre tiene que poder elegir entre el análisis y los psicoanalistas.
Pretendo designar únicamente en el psicoanálisis en intensión la iniciativa posible de un nuevo modo de acceso del psicoanalista a una garantía colectiva.
Lo que no implica decir que considerar al psicoanálisis en extensión, o sea los intereses, la investigación, la ideología que él acumula, no sea necesario para la crítica de las sociedades tal como ellas soportan esa garantía fuera de nuestro ámbito, para la orientación que habrá de darse a una Escuela nueva.
Hoy no preveo más que una construcción de órganos para un funcionamiento inmediato.
Esto quizá no me exime de indicar al menos, condición previa de una crítica al nivel de la extensión, tres puntos de referencia que hay que producir como esenciales. Tanto más significativos cuanto que al imponerse por su grosor, se reparten en los tres registros de lo simbólico, lo imaginario y lo real.
El apego especificado del análisis a las coordenadas de la familia es un hecho que se debe apreciar en varios puntos. Es sumamente notable en el contexto social.
Parece enlazado a un modo de interrogación de la sexualidad que corre el gran riesgo de dejar escapar una conversión de la función sexual que se opera ante nuestros ojos.
La participación del saber analítico en ese mito privilegiado que es el Edipo, privilegiado por la función que cumple en el análisis, privilegiado también por ser, según la expresión de Kroeber, el único mito de creación moderna, es el primero de tales puntos de referencia.
Observemos su papel en la economía del pensamiento analítico y atrapémoslo en el hecho de que si se lo saca de ella, todo el pensamiento normativo del psicoanálisis aparece equivaliendo en su estructura al delirio de Schreber. Piénsese en Entmannung, en las almas redimidas, y hasta en el psicoanalista como cadáver leproso.
Esto cede el lugar a un seminario sobre el Nombre-del-Padre, del cual sostengo que no es por azar que no haya podido yo hacerlo.
La función de la identificación en la teoría – su prevalencia -, como la aberración de reducir a ella la terminación del análisis, está enlazada a la constitución que dio Freud a las sociedades, y plantea la cuestión del límite que quiso él dar con ello a su mensaje.
Ella debe ser estudiada en función de lo que es en la Iglesia y el Ejército, tomados aquí por modelos, el sujeto supuesto saber.
Esa estructura es indiscutiblemente una defensa contra el cuestionamiento del Edipo: el Padre ideal, es decir, el Padre muerto, condiciona los límites en los que en lo sucesivo permanecerá el proceso analítico. Él coagula la práctica en una finalidad desde ahora imposible de articular y que oscurece en un principio lo que se debe obtener del psicoanálisis didáctico.
La marginación de la dialéctica edípica que de esto resulta se acentúa cada vez más en la teoría y en la práctica.
Sin embargo, esta exclusión posee una coordenada en lo real, a la que se dejó en una profunda sombra.
Se trata del advenimiento, correlativo a la universalización del sujeto procedente de la ciencia, del fenómeno fundamental cuya erupción puso en evidencia el campo de concentración.
Quién no ve que el nazismo sólo tuvo aquí el valor de un reactivo precursor.
El ascenso de un mundo organizado sobre todas las formas de segregación, a esto se mostró aún más sensible el psicoanálisis, no dejando a ninguno de sus miembros reconocidos en los campos de exterminio.
Pues bien: tal es el resorte de la segregación particular en que él mismo se sostiene, en tanto que la I.P.A. se presenta en esa extraterritorialidad científica que hemos acentuado, y que hace de ella algo muy diferente de las asociaciones análogas en título de otras profesiones.
Hablando con propiedad, la seguridad obtenida de hallar un recibimiento, una solidaridad, contra la amenaza de los campos que se extiende a uno de sus sectores.
El análisis aparece así protegiendo a sus partidarios, por una reducción de los deberes implicados en el deseo del analista.
Aquí queremos marcar el horizonte complejo, en el sentido propio del término, sin el cual no se podría configurar la situación del psicoanálisis.
La solidaridad de las tres funciones capitales que acabamos de trazar halla su punto de reunión en la existencia de los judíos. Lo cual no ha de asombrar cuando se conoce la importancia de su presencia en todo su movimiento.
Es imposible liberarse de la segregación constitutiva en esta etnia con las consideraciones de Marx, y mucho menos con las de Sartre. Por este motivo especialmente la religión de los judíos debe ser cuestionada en nuestro seno.
Me limitaré a estas indicaciones.
Ningún remedio habrá que esperar, en tanto que estos problemas no hayan sido abiertos, para la estimulación narcisista en que el psicoanalista no puede evitar precipitarse dentro del contexto presente de las Sociedades.
Ningún otro remedio que el de quebrar la rutina que es en la actualidad el constituyente predominante de la práctica del psicoanalista.
Rutina apreciada, gustada como tal: de labios de los propios interesados en U.S.A. recogí su sorprendente, formal, expresa declaración.
Ella constituye uno de los atractivos de principio del reclutamiento.
Nuestra pobre Escuela puede ser el comienzo de una renovación de la experiencia.
Tal y como ella se propone, se propone como tal.
Proponemos definir allí actualmente:
1. El Jurado de recepción (jury d’accueil) como:
a. elegido por el Directorio anual en su extensión variable;
b. encargado de recibir según los principios del trabajo que ellos se proponen, a los miembros de la Escuela, sin limitación de sus títulos o procedencia. Los psicoanalistas (A.P.) en este nivel, no tienen allí ninguna preferencia.
2. El Jurado de confirmación (jury d’agrément):
a. compuesto de siete miembros: tres analistas de la escuela (A.E.) y tres psicoanalizantes tomados de una lista presentada por los analistas en la Escuela (A.E.). Está claro que al responder estos psicoanalistas elegirán dentro de su propia clientela, sujetos en el pase de convertirse en psicoanalistas, adjuntándose a ellos el director de la Escuela. Estos analistas de la Escuela (A.E.), como estos psicoanalizantes, serán elegidos por sorteo en cada una de las listas. Presentado un psicoanalizante, cualquiera que fuese, que postula el título de analista de la Escuela, tendrá que tratar con los tres psicoanalizantes, y éstos deberán dar cuenta de ello ante el colegio en pleno del jurado de confirmación (presentación de un informe).
b. el mencionado jurado de confirmación tendrá por este hecho el deber de contribuir a los criterios de terminación del psicoanálisis didáctico.
c. su renovación, por el mismo procedimiento de sorteo, tendrá lugar cada seis meses, hasta que resultados suficientes para ser publicables permitan su reestructuración eventual o su reconducción.
3. El analista miembro de la Escuela presenta a quien le cuadre a la candidatura precedente. Si su candidato es agregado a los analistas de la Escuela, él mismo por igual hecho es allí admitido.
El analista miembro de la Escuela es una persona que por su iniciativa reúne estas dos calidades (la segunda implica su paso ante el jurado de recepción).
Es elegido para la calificación que suelda estas dos calidades, sin tener que proponer candidatura a ese título, por el jurado de confirmación en pleno, que toma la iniciativa según el criterio de sus trabajos y del estilo de su práctica.
Un analista practicante, no calificado de A.M.E., pasará por esta etapa en el caso de que uno de sus psicoanalizantes sea admitido al rango de A.E.
Aplicaremos este funcionamiento a nuestro grafo a fin de poner de manifiesto su sentido.
Basta con sustituir
– A.E. a S (A tachado)
– psicoanalizantes del jurado de confirmación ($ à D)
– A.M.E. a S (A)
– psicoanalizantes cualquiera que venga, a A
El sentido de las flechas indicará allí desde ese momento la circulación de las calificaciones.
Un poco de atención será suficiente para mostrar qué ruptura – no supresión – de jerarquía deriva de ello. Y la experiencia demostrará qué se puede esperar.
La proposición de nuevos aparatos será objeto de una reunión plenaria de los A.E., a los fines de ser homologada por presentación general.
Un grupo tendrá a su cargo una bibliografía relativa a las cuestiones de formación, a los fines de establecer una anatomía de la sociedad del tipo I.P.A. sobre estos problemas.
Proposicion del 9 de octubre de 1967 sobre el analista de la escuela
SEGUNDA VERSIÓN
Antes de leerla, subrayo que hay que entenderla
sobre el fondo de la lectura,
a realizar o a volver a realizar,
de mi artículo: «Situación del psicoanalista en 1956»
(de mis Escritos, tomo II).
Se tratará de estructuras aseguradas en el psicoanálisis y de garantizar su efectuación en el psicoanalista.
Esto se le brinda a nuestra Escuela, tras una duración suficiente de órganos esbozados en base a principios limitativos. Sólo instituimos una novedad en el funcionamiento. Es verdad que a partir de ella surge la solución del problema de la Sociedad psicoanalítica.
Esta reside en la distinción entre jerarquía y gradus.
Produciré en el inicio de este año el siguiente paso constructivo:
1) producirlo: mostrárselos;
2) ponerlos de hecho a producir su aparato, el cual debe reproducir este paso en estos dos sentidos.
Recordemos qué existe en nosotros.
Primero, un principio: el psicoanalista sólo se autoriza a partir de él mismo. Este principio está inscrito en los textos originales de la Escuela y decide su posición.
Esto no excluye que la Escuela garantice que un psicoanalista surge de su formación.
Ella puede hacerlo por su propia cuenta.
Y el analista puede querer ser esa garantía, si así ocurre entonces sólo puede ir más allá: volverse responsable del progreso de la Escuela, volverse psicoanalista de su experiencia misma.
Mirado desde esta perspectiva, se reconoce que en lo sucesivo responden a estas dos formas:
I. El A.M.E. o analista miembro de la Escuela, constituido simplemente por el hecho de que la Escuela lo reconoce como psicoanalista que ha probado ser tal.
Esta constituye la garantía, distinguida primero, proveniente de la Escuela. La iniciativa le corresponde a la Escuela, en la que es admitido en base a un proyecto de trabajo y sin tomar en cuenta proveniencias o calificaciones. Un analista-practicante sólo está registrado en ella al inicio a igual título que cuando se lo inscribe como médico, etnólogo y tutti quanti.
II. El A.E. o analista de la Escuela, al que se le imputa estar entre quienes pueden testimoniar de los problemas cruciales en los puntos candentes en que éstos se hallan para el análisis, especialmente en la medida en que ellos mismos están en la tarea, o al menos en la brecha, de su resolución.
Este lugar implica que uno quiera ocuparlo: sólo se puede estar en él por haberlo demandado de hecho, o bien de forma.
Queda establecido pues que la Escuela pueda garantizar la relación deñ analista con la formación que ella dispensa.
Puede y, por ende, debe.
Aparece aquí el defecto, la falta de inventiva, para cumplir con un oficio (ése, del que se ufanan las sociedades existentes) encontrando en él vías diferentes, que evitan los inconvenientes (y los perjuicios) del régimen de esas sociedades.
La idea de que el mantenimiento de un régimen semejante es necesario para reglar el gradus, debe ser considerada en sus efectos de malestar. Ese malestar no basta para justificar el mantenimiento de la idea. Menos aún su retorno práctico.
Que haya una regla del gradus está implicado en una Escuela, ciertamente aun más que una sociedad. Porque, después de todo, en una sociedad no se la necesita para nada, cuando una sociedad sólo tiene intereses científicos.
Pero hay un real en juego en la formación misma del psicoanalista. Sostenemos que las sociedades existentes se fundan en ese real.
Partimos también del hecho, que parece perfectamente plausible, de que Freud las quiso tal cual son.
No es menos patente -y para nosotros concebible- el hecho de que este real provoca su propio desconocimiento, incluso produzca su negación sistemática.
Está claro pues que Freud asumió el riesgo de cierta detención. Quizá más: que vio en ellas el único refugio posible para evitar la extinción de la experiencia.
No es privilegio mío el que nos enfrentemos a la cuestión así formulada. Es la consecuencia misma, digámoslo al menos para los analistas de la Escuela, de la elección que hicieron de la Escuela.Están agrupados en ella por no haber querido aceptar, mediante un voto, lo que éste acarreaba: la pura y simple supervivencia de una enseñanza, la de Lacan.
Miente al respecto quienquiera que, en otro lado, siga diciendo que lo que estaba en juego era la formación de los analistas. Bastó votar en el sentido anhelado por la IPA, para obtener a toda vela la entrada en ella, gracias a la ablución producida en breve tiempo por una sigla made in English (no se olvidará el french group). Mis analizados, como dicen, incluso fueron allí particularmente bien recibidos, y aún lo serían si el resultado pudiese ser hacerme callar.
Cosa que se le recuerda todos los días a quien esté dispuesto a escucharlo.
Es entonces a un grupo para el cual mi enseñanza era muy preciosa, hasta suficientemente esencial, como para que cada uno al deliberar haya indicado que prefería su mantenimiento a la ventaja ofrecida -esto sin otras previsiones, también sin más previsiones interrumpí mi seminario luego del susodicho voto-, a ese grupo deseoso de una salida le ofrecí la fundación de la Escuela.
En esta elección decisiva para quienes están aquí, se revela el valor de la prenda. Puede haber en ella una prenda que, para algunos, valga hasta el punto de serles esencial, y ellas es mi enseñanza.
Si la susodicha enseñanza no tiene rival para ellos, tampoco lo tiene para todos los demás, como lo prueban quienes se apresuran hacia ella sin haber pagado el precio, quedando en suspenso en su caso la cuestión del provecho que aún les está permitido.
Aquí sin rival no quiere decir una estimación, sino un hecho: ninguna enseñanza habla sobre qué es el psicoanálisis. En otros lados, y de manera confesa, sólo se preocupan de que éste sea conforme.
Hay solidaridad entre el atascamiento, hasta en las desviaciones que muestra el psicoanálisis, y la jerarquía que en él reina; y que designamos, estarán de acuerdo que benévolamente, como la de una coaptación de sabios.
Esto se debe a que esta coaptación promueve un retorno a un estatuto de prestancia, que conjuga la pregnancia narcisista con la astucia competitiva. Retorno que restaura el refuerzo de las recaídas que el psicoanálisis didáctico tiene como finalidad liquidar.
Este es el efecto que ensombrece la práctica del psicoanálisis: cuya terminación, objeto y finalidad misma se demuestran inarticulables luego de por lo menos medio siglo de experiencia continuada.
Llegar a remediarlo entre nosotros debe hacerse a partir de la constatación del defecto que he mencionado, lejos de pensar en ocultarlo.
Pues hay que captar en ese defecto la articulación que falta.
Ella sólo coincide con lo que se encontrará por doquier, y que se supo desde siempre, que no basta la evidencia de un deber para poder cumplir con él. Por el sesgo de su hiancia puede ser puesto en acción, y esto ocurre cada vez que se encuentra el modo de usarlo.
Para introducirlos a ella, me apoyaré en los dos momentos de empalme de lo que llamaré respectivamente en esta recreación el psicoanálisis en extensión, es decir, todo lo que resume la función de nuestra Escuela en la medida en que ella presentifica al psicoanálisis en el mundo, y el psicoanálisis en intensión, es decir, el didáctico, en tanto éste no hace más que preparar sus operadores.
Se olvida, en efecto, la razón de su pregnancia, que reside en constituir al psicoanálisis como experiencia original, llevarlo hasta el punto que figura su finitud, para permitir el après-coup, efecto de tiempo, como se sabe, que le es radical.
Es esencial aislar esta experiencia de la terapéutica, que no sólo distorsiona al psicoanálisis por relajar su rigor.
Señalaré en efecto que la única definición posible de la terapéutica es la de la restitución a un estado primero. Definición imposible, precisamente, de plantear en psicoanálisis.
En cuanto al primum non nocere, mejor ni hablar, ya que es movedizo por no poder ser determinado primum al principio: ¡para qué elegir no ser perjudicial! Intenten. Es demasiado fácil gracias a esta condición colocar en el haber de una cura cualquiera el no haber dañado en algo. Este rasgo forzado sólo interesa, sin duda, por sostenerse en una indecidible lógica.
Puede encontrarse perimida la época en que se trataba de no perjudicar a la entidad mórbida. Pero el tiempo del médico está más involucrado de lo que se cree en esta revolución: en todo caso se ha vuelto más precaria la exigencia de qué hace médica o no una enseñanza. Digresión.
Nuestros puntos de empalme, donde deben funcionar nuestros órganos de garantía, son conocidos: son el inicio y el final del psicoanálisis al igual que en el ajedrez. Por suerte, son los más ejemplares por su estructura. Esta suerte se debe a lo que llamamos el encuentro.
Al comienzo del psicoanálisis está la transferencia. Lo está por la gracia de aquel al que llamaremos en el linde de este comentario: el psicoanalizante. No tenemos que dar cuenta de qué lo condiciona. Al menos aquí. Está en el inicio. Pero, ¿qué es eso?
Me asombra que nadie nunca haya pensado oponerme, dados ciertos términos de mi doctrina, que la transferencia por si sola es una objeción a la intersubjetividad. Incluso lo lamento, ya que nada es más cierto: la refuta, es su escollo. También promoví primero lo que el uso de la palabra implica de intersubjetividad, para establecer el fondo sobre el que pudiese percibir el contraste. Este término fue entonces una manera, una manera cualquiera diría, si no se me hubiese impuesto, de circunscribir el alcance de la transferencia.
Al respecto, allí donde es necesario justificar el propio terreno universitario, se apoderan del susodicho término, que se supone es, por haber sido usado por mí, levitatorio. Pero quien me lee, puede observar el «en reserva» con el que hago jugar esta referencia en la concepción del psicoanálisis. Ella forma parte de las concesiones educativas a las que debí acceder debido al contexto de oscurantismo fabuloso en el que tuve que proferir mis primeros seminarios.
Puede acaso dudarse ahora de que al remitir al sujeto del cogito lo que el inconsciente nos descubre, que al haber definido la distinción entre el otro imaginario, llamado familiarmente pequeño otro, y el lugar de la operación del lenguaje, planteado como siendo el gran Otro, indico suficientemente que ningún.
Sujeto puede ser supuesto por otro sujeto; si tomamos este término en el sentido de Descartes. Que Dios le sea necesario, o más bien la verdad con que lo acredita, para que el sujeto llegue a alojarse bajo esa misma capa que viste a engañosas sombras humanas; que Hegel al retomarlo plantea la imposibilidad de la coexistencia de las conciencias en tanto se trata del sujeto prometido al saber: no es esto suficiente para indicar la dificultad, que es precisamente nuestro impasse, el del sujeto del inconsciente, cuya solución ofrece a quien sabe darle forma.
Es cierto que aquí Jean-Paul Sartre, muy capaz de percatarse de que la lucha a muerte no es esa solución, pues no podría destruirse a un sujeto, y que asimismo en Hegel ella es propuesta en su nacimiento, pronuncia a puertas cerradas la sentencia fenomenológica: es el infierno. Pero como esto es falso, y de una manera que puede ser juzgada desde la estructura, el fenómeno muestra claramente que el cobarde, si no es loco, puede arreglárselas muy bien con la mirada que lo fija; esta sentencia prueba claramente que el oscurantismo no sólo tiene su puesto en los ágapes de la derecha.
El sujeto supuesto al saber es para nosotros el pivote desde el que se articula todo lo tocante a la transferencia. Cuyos efectos escapan, al utilizar como pinza para asirlos el pun, bastante torpe, por establecerse entre la necesidad de repetición y la repetición de la necesidad.
Aquí, el levitante de la intersubjetividad mostrará su fineza en el interrogatorio: ¿sujeto supuesto por quién? Si no por otro sujeto.
Un recuerdo de Aristóteles, un poquito de categorías, rogamos, para pulir a ese sujeto de lo subjetivo. Un sujeto no supone nada, es supuesto.
Supuesto, enseñamos nosotros, por el significante que lo represante para otro significante.
Escribamos como conviene el supuesto de este sujeto colocando al saber en su lugar como dependiente de la suposición:
Se reconoce en la primera línea el significante S de la transferencia, es decir de un sujeto, con su implicación de un significante que llamaremos cualquiera, es decir, que sólo supone la particularidad en el sentido de Aristóteles (siempre bienvenido), que por este hecho supone aun otras cosas. Si es nombrable con un nombre propio, no es que se distinga por el saber, como veremos a continuación.
Debajo de la barra, pero reducido al patrón de suposición del primer significante: el s representa el sujeto que resulta de él, implicando en el paréntesis el saber, supuesto presente, de los significantes en el inconsciente, significación que ocupa el lugar del referente aún latente en esa relación tercera que lo adjunta a la pareja significante-significado.
Se ve que si el psicoanálisis consiste en el mantenimiento de una situación convenida entre dos partenaires que se asumen en ella como el psicoanalizante y el psicoanalista, sólo podría desarrollarse a costa del constituyente ternario que es el significante introducido en el discurso que se instaura, en el cual tiene nombre: el sujeto supuesto al saber, formación, no de artificio sino de vena, desprendida del psicoanaliaznte.
Tenemos que ver qué califica al psicoanalista para responder a esta situación que, como se ve, no engloba su persona. No solamente el sujeto supuesto al saber, en efecto, no es real, sino que no es en modo alguno necesario que el sujeto en actividad en la coyuntura, el psicoanalizante (único que habla inicialmente), se lo imponga.
Es tan poco necesario incluso que, habitualmente, no es cierto: lo demuestra, en los primeros tiempos del discurso, un modo de asegurarse de que el traje no le va al psicoanalista; seguro contra el temor de que éste no se meta demasiado rápido en él en sus hábitos, si me permiten la expresión.
Nos importa aquí el psicoanalista, en su relación con el saber del sujeto supuesto, relación no segunda sino directa.
Está claro que nada sabe del saber supuesto. El Sq de la primera línea no tiene nada que ver con los S de la cadena de la segunda, y sólo puede hallarse allí por encuentro. Señalemos este hecho para reducir a él lo extraño de la insistencia de Freud en recomendarnos abordar cada caso nuevo como si no hubiésemos adquirido nada en sus primeros desciframientos.
Esto no autoriza en modo alguno al psicoanalista a contentarse con saber que no sabe nada, porque lo que está en juego es lo que tiene que saber.
Lo que tiene que saber puede ser delineado con la misma relación «en reserva» según la que opera toda lógica digna de ese nombre. Eso no quiere decir nada «particular», pero eso se articula en cadena de letras tan rigurosas que, a condición de no fallar ninguna, lo no-sabido se ordena como el marco del saber.
Lo asombroso es que con eso se halle algo, los números transfinitos, por ejemplo. ¿Qué ocurría con ellos antes? Indico aquí la relación con el deseo que les dio su consistencia. Es útil pensar en la aventura de un Cantor, aventura que no fue precisamente gratuita, para sugerir el orden, aunque no fuese él transfinito, donde el deseo del psicoanalista se sitúa.
Esta situación da cuenta a la inversa de la facilidad aparente con la que se instalan en posiciones de dirección en las sociedades existentes lo que es necesario denominar nulidades. Entiéndanme: lo importante no es el modo en que estas nadas se amueblan (¿discurso sobre la bondad?) para el exterior, ni la disciplina que supone el vacío sostenido en el interior (no se trata de idiotez), sino que esa nada (el saber) es reconocida por todos, objeto usual puede decirse, para los subordinados, y moneda corriente de su apreciación de los Superiores.
Esto se debe a la confusión sobre el cero, respecto de la cual se permanece en un campo donde no es aceptada. En el gradus, nadie se preocupa por enseñar qué distingue al vacío de la nada, que no so, empero, lo mismo; ni al rango delimitado por la medida del elemento neutro implicado en el grupo lógico; ni tampoco a la nulidad de la incompetencia, de lo no-marcado de la ingenuidad, a partir de lo cual tantas cosas se ordenarían.
Para remediar este defecto, produje el ocho interior y, en general, la topología en la que el sujeto se sostiene.
Lo que debe disponer a un miembro de la Escuela a tales estudios es la prevalencia que pueden captar en el algoritmo producido antes, que no por ignorarla deja de estar ahí, la prevalencia manifiesta donde sea: en el psicoanálisis en extensión así como en intensión, de lo que llamaré el saber textual, para oponerlo a la noción referencial que lo enmascara.
No puede decirse que el psicoanalista sea experto en todos los objetos que el lenguaje, no solamente propone al saber, sino a los que primero dio a luz en el mundo de la realidad, de la realidad, de la realidad de la explotación interhumana. Sería preferible que así fuese, pero de hecho se queda corto.
El saber textual no era parásito por haber animado una lógica en la que con sorpresa la nuestra encuentra qué aprender (hablo de la lógica de la Edad Media), y no es a sus expensas que pudo enfrentar la relación del sujeto con la Revelación.
No porque su valor religioso se haya tornado indiferente para nosotros debe descuidarse su efecto en la estructura. El psicoanálisis tiene consistencia por los textos de Freud, éste es un hecho irrefutable. Se sabe qué aportan, de Shakespeare a Lewis Carroll, los textos a su genio y a sus practicantes.
Este es el campo en el que se discierne a quién admitir a su estudio. Es aquel donde el sofista y el talmudista, el propalador de cuentos y el aedo, cobraron impulso, el que en todo momento recuperamos, más o menos torpemente, para nuestro uso.
Que un Lévi-Strauss en sus mitológicas le dé su estatuto científico, nos facilita hacer de él el umbral de nuestra selección.
Recordemos la guía que da mi grafo al análisis y la articulación que se aísla en él del deseo en las instancias del sujeto.
Esto para indicar la identidad del algoritmo aquí precisado con lo que es connotado en el Banquete como el agalma.
¿Dónde está dicho mejor que como lo hace allí Alcibíades, que las emboscadas del amor de transferencia tienen como único fin obtener eso cuyo continente ingrato piensa que es Sócrates?
Pero, quién sabe mejor que Sócrates que sólo detenta la significación que engendra al retener esa nada, lo que le permite remitir a Alcibíades al destinatario presente de su discurso, Agatón (como por casualidad): esto para enseñarles que al obsesionarse con lo que los concierne en el discurso del psicoanalizante, no han llegado aún a ese punto.
Pero, ¿esto es todo? Cuando aquí el psicoanalizante es idéntico al agalma, a la maravilla que nos deslumbra, a nosotros terceros, en Alcibíades. ¿No es acaso nuestra oportunidad de ver allí aislarse el puro sesgo del sujeto como relación libre con el significante, ése donde se aísla el deseo del saber como el deseo del Otro?
Como todos esos casos particulares que hacen el milagro griego, éste sólo nos presenta cerrada la caja de Pandora. Abierta, es el psicoanálisis, del que Alcibíades no necesitaba.
Con lo que llamé el final de la partida, estamos -por fin- en el hueso de nuestro discurso de esta noche. La terminación del psicoanálisis llamado en forma redundante didáctico es, en efecto, el paso del psicoanalizante al psicoanalista.
Nuestro propósito es plantear al respecto una ecuación cuya constante es el agalma.
El deseo del psicoanalista, es en su enunciación, la que sólo podría operar ocupando allí la posición de la x:
De esa X misma, cuya solución entrega al psicoanalizante su ser y cuyo valor se anota (-j), la hiancia que se designa como la función del falo al aislarlo en el complejo de castración, o a para lo que lo obtura con el objeto que se reconoce bajo la función aproximativa de la relación pregenital. (El caso Alcibíades la anula: es lo que connota la mutilación de los Hermes.)
La estructura así abreviada les permite hacerse una idea de lo que ocurre al término de la relación de la transferencia, o sea: habiéndose resuelto el deseo que sostuvo en su operación el psicoanalizante, éste ya no tiene ganas de aceptar su opción, es decir, el resto que como determinante de su división lo hace caer de su fantasma y lo destituye como sujeto.
¿No es éste el gran motus que debemos conservar entre nosotros que tomamos de él, psicoanalistas, nuestra suficiencia mientras que la beatitud se ofrece más allá al olvidarlo nosotros mismos?
Al enunciarlo, ¿no desalentamos a los aficionados? La destitución subjetiva inscrita en la tarjeta de entrada… ¿acaso no provoca el horror, la indignación, el pánico, incluso el atentado, en todo caso de pretexto a la objeción de principio?
No obstante, hacer interdicción de lo que se impone de nuestro ser es ofrecernos a ese retorno del destino que es maldición. Lo rechazado en lo simbólico, recordemos el veredicto lacaniano, reaparece en lo real.
En lo real de la ciencia que destituye al sujeto de un modo muy diferente en nuestra época, cuando, solos, sus partidarios más eminentes, un Oppenheimer, pierden ante ello la cabeza.
Renunciamos aquí a lo que nos hace responsables, a saber: la posición donde fijé al psicoanálisis en su relación con la ciencia, la de extraer la verdad que le responde en términos en que el resto de voz nos es asignada.
Con qué pretexto resguardamos este rechazo, cuando bien se sabe qué ligereza protege a la vez verdad y sujeto, y que prometer a los segundos la primera, deja indiferentes a quienes ya están próximos a ella. Hablar de destitución subjetiva nunca detendrá al inocente, cuya única ley es su deseo.
Nuestra única selección está entre enfrentar la verdad o ridiculizar nuestro saber.
Esta sombra espesa que recubre ese empalme del que aquí me ocupo, ese en el que el psicoanalizante pasa a psicoanalista, es aquello que nuestra Escuela puede dedicarse a disipar.
No estoy más adelantado que ustedes en esta obra que no puede ser realizadas a solas, ya que el psicoanálisis brinda su acceso.
Me contentaré aquí con un flash o dos para precederla.
Cómo no recordar que en el origen del psicoanálisis, como por fin lo hizo Mannoni entre nosotros, el psicoanalista Fliess, es decir, el medicastro, el cosquillador de nariz, el hombre al que se le revelan el principio macho y el de la hembra en los números 21 y 28, gústenos o no, en suma ese saber que el psicoanalizante, Freud el cientificista, como se expresa la boquita de las almas abiertas al ecumenismo, rechaza con toda la fuerza del juramento que lo liga al programa de Helmholtz y sus cómplices.
Que ese artículo haya sido entregado a una revista que casi no permitía que el término de «sujeto supuesto al saber» apareciese en ella, salvo perdido en medio de una página, no disminuye en nada el valor que puede tener para nosotros.
Recordándonos «el análisis original», nos lleva nuevamente al pie del espejismo en el que se asienta la posición del psicoanalista y nos sugiere que no es seguro que éste sea reducido hasta tanto una crítica científica no se haya establecido en nuestra disciplina.
El título se presta al comentario de que el verdadero original sólo puede ser el segundo, por constituir la repetición que hace del primero un acto, pues ella introduce allí el après-coup propio del tiempo lógico, que se marca porque el psicoanalizante pasó a psicoanalista. (Quiero decir Freud mismo quien sanciona allí no haber hecho un autoanálisis.)
Me permito por añadidura recordarle a Mannoni que la escansión del tiempo lógico incluye lo que llamé el momento de comprender, justamente del efecto producido (que retome mi sofisma) por la no-comprensión, y que al eludir en suma lo que constituye el alma de su artículo ayuda a que se comprenda al margen.
Recuerdo aquí que el material bruto que recogemos en base al «comprender a sus enfermos», se compromete en un malentendido que como tal no es sano.
Flash ahora sobre el punto en el que estamos. Con el final del análisis hipomaníaco, descrito por nuestro Balint como la última moda, hay que decirlo, de la identificación del psicoanalizante con su guía, palpamos la consecuencia del rechazo antes denunciado (turbio rechazo: ¿Verleugnung?), que sólo deja el refugio de la consigna, ahora adoptada en las sociedades existentes, que resuelve el paso a analista mediante la postulación en él, al comienzo, de dicha parte sana. Para qué sirve pues su paso por la experiencia.
Tal es la posición de las sociedades existentes. Rechaza nuestras observaciones a un más allá del psicoanálisis.
El paso del psicoanalizante al psicoanalista, tiene una puerta cuyo gozne es el resto que hace su división, pues esa división no es más que la del sujeto, cuya causa es ese resto.
En este vuelco donde el sujeto ve zozobrar la seguridad que le daba ese fantasma donde se constituye para cada quien su ventana sobre lo real, se percibe que el asidero del deseo, dispuesto a pagarlo reduciéndose, él y su nombre, al significante cualquiera.
Porque rechazó el ser que no sabía la causa de su fantasma en el momento mismo en que finalmente él devino ese saber supuesto.
«Que sepa lo que yo no sabía sobre el ser del deseo, lo tocante a él, llegado al ser del saber, y que se borre.» Sicut palea, como dice Tomás de su obra al final de su vida: como estiércol.
Así el ser del deseo alcanza el ser del saber para renacer en su anudamiento en una banda de borde único donde se inscribe una sola falta, la que sostiene el agalma.
La paz no viene de inmediato a sellar esta metamorfosis en que el partenaire se desvanece por no ser ya más que saber vano de un ser que se escabulle.
Palpemos allí la futilidad del término de liquidación para ese agujero donde únicamente se resuelve la trasnferencia. No veo en él, al revés de las apariencias, más que una negación del deseo del analista.
Pues quién, al percibir en mis últimas líneas a los dos partenaires jugar como las dos alas de una pantalla giratoria, no puede captar que la transferencia nunca fue más que el pivote de esa alternativa misma.
De este modo, de aquel que recibió la clave del mundo en la hendidura del impúber, el psicoanalista no debe esperar una mirada, pero se ve devenir una voz.
Y ese otro, niño, que encontró su representante representativo en su irrupción a través del diario desplegado con el que se resguardaba el sumidero de los pensamientos de su progenitor, remite al psicoanalista el efecto de angustia en el que viva en su propia deyección.
Así, el final del análisis conserva cierta ingenuidad, y se plantea acerca de ella la cuestión de si deberá ser considerada como una garantía en el paso al deseo de ser psicoanalista.
Desde dónde podría esperarse entonces un testimonio justo sobre el que franquea ese pase, sino de otro que, al igual que él, aún lo es, ese pase, a saber, en quien está presente en ese momento el deser en el que su psicoanalista guarda la esencia de lo que le pasó como un duelo, sabiendo así, como cualquiera en función de didáctico, que también a ellos eso les pasará.
¿Quién más que ese psicoanalizante en el pase podría autentificar en él lo que éste tiene de posición depresiva? No aireamos aquí nada con lo que uno pueda darse aires, si uno no está allí.
Es lo que les propondré luego como el oficio a confiar para la demanda de devenir analista de la Escuela a algunos a los que llamaremos: pasadores.
Cada uno de ellos será elegido por un analista de la Escuela, que pueda aseverar que están en ese pase o que han vuelto de él, en suma, todavía ligados al desenlace de su experiencia personal.
A ellos les hablará de su análisis un psicoanalizante para hacerse autorizar como analista de la Escuela, y el testimonio que sabrán acoger desde la frescura misma de su propio pase será de esos que jamás recoge jurado de confirmación alguno. La decisión de dicho jurado será esclarecida entonces por ellos, no siendo obviamente estos testigos jueces.
Inútil indicar que esta proposición implica una acumulación de la experiencia, su recolección y su elaboración, una organización en serie de su variedad, una notación de sus grados.
Cabe a la naturaleza del après-coup de la significancia, el que puedan salir libertades de la clausura de una experiencia.
De todos modos esta experiencia no puede ser eludida. Sus resultados deben ser comunicados: en primer lugar a la Escuela para ser criticados, y correlativamente ser puestos al alcance de esas sociedades que, por excluidos que nos hayan hecho, no dejan por ello de ser asunto nuestro.
El jurado funcionando no puede abstenerse pues de un trabajo de doctrina, más allá de su funcionamiento como selector.
Antes de proponerles su forma, quiero indicar que conforme con la topología del plano proyectivo, en el horizonte mismo del psicoanálisis en extensión se anuda el círculo interno que trazamos como hiancia del psicoanálisis en intensión.
Quisiera centrar ese horizonte en tres puntos de fuga perspectivos, llamativos por pertenecer cada uno a uno de los registros cuya colusión en la heterotopía constituye nuestra experiencia.
En lo simbólico, tenemos el mito edípico.
Observemos en relación al núcleo de la experiencia sobre la que acabamos de insistir, lo que llamaría técnicamente la facticidad de este punto. Depende, en efecto, de una mitogenia, uno de cuyos componentes, como se sabe, es su redistribución. Ahora bien, el Edipo por serle ectópico (carácter subrayado por un Kroeber), plantea un problema.
Abrirlo permitiría restaurar, incluso al relativizarla, su radicalidad en la experiencia.
Aclararé mis intenciones simplemente con lo siguiente: retiren el Edipo, y el psicoanálisis en extensión, diré, se vuelve enteramente jurisdicción del delirio del presidente Schreber.
Controlen su correspondencia punto por punto, ciertamente no atenuada desde que Freud la señaló al no declinar la imputación. Pero dejemos lo que mi seminari sobre Schreber ofreció a quienes podían escucharlo.
Hay otros aspectos de ese punto relativos a nuestras relaciones con el exterior, o más exactamente a nuestra extraterritorialidad: término esencial en el Escrito, que considero como prefacio de esta proposición.
Observemos el lugar que ocupa la ideología edípica para dispensar de algún modo a la sociología desde hace un siglo de tomar partido, como debió hacerlo antes, sobre el valor de la familia, de la familia existente, de la familia pequeña burguesa en la civilización, es decir, en la sociedad vehiculizada por la ciencia. ¿Nos beneficia o no encubrirla sin saberlo en este punto?
El segundo punto está constituido por el tipo existente, cuya facticidad es esta vez evidente, de la unidad: sociedad de psicoanálisis, en tanto tocada con un ejecutivo de escala internacional.
Lo dijimos, Freud lo quiso así, y la sonrisa embarazada con que se retracta del romanticismo de la especie de Komintern clandestino al que primero le dio su cheque en blanco (cf. Jones, citado en mi Escrito), sólo lo subraya mejor
La naturaleza de esas sociedades y el modo en que obtemperan, se aclara con la promoción de Freud de la Iglesia y del Ejército como modelos de lo que concibe como la estructura del grupo. (Con este término, en efecto, habría que traducir hoy Masse de su Massenpsychologie.)
El efecto inducido de la estructura así privilegiada se aclara aun más por agregársele la función en la Iglesia y en el Ejército del sujeto supuesto al saber. Estudio para quien quiera emprenderlo: llegará lejos.
Al atenerse al modelo freudiano, aparece de modo deslumbrante el favor que reciben en él las identificaciones imaginarias, y a la vez la razón que encadena al psicoanálisis en intensión a limitar su consideración, incluso su alcance.
Uno de mis mejores alumnos remitió su trazado muy correctamente al Edipo mismo, definiendo en él la función del Padre ideal.
Esta tendencia, como suele decirse, es responsable de haber relegado al punto de horizonte anteriormente definido lo que en la experiencia es calificable como edípico.
La tercera facticidad, real, demasiado real, suficientemente real como para que lo real sea más mojigato al promoverlo que la lengua, es lo que se puede hablar gracias al término de: campo de concentración, sobre el cual parece que nuestros pensadores, al vagar del humanismo al terror, no se concentraron lo suficiente.
Abreviemos diciendo que lo que vimos emerger, para nuestro horror, representa la reacción de precursores en relación a lo que se irá desarrollando como consecuencia del reordenamiento de las agrupaciones sociales por la ciencia y, principalmente, de la universalización que introduce en ellas.
Nuestro porvenir de mercados comunes será balanceado por la extensión cada vez más dura de los procesos de segregación.
¿Hay que atribuir a Freud, considerando su introducción natal al modelo secular de este proceso, el haber querido asegurar en su grupo el privilegio de la flotación universal con la que se benefician las dos instituciones antes nombradas? No es impensable.
Cualquiera sea el caso, este recurso no facilita el deseo del psicoanalista el situarse en esta coyuntura.
Recordemos que si la IPA de la Mitteleuropa demostró su preadaptación a esa prueba no perdiendo en los dichos campos ni uno solo de sus miembros, debió a esta proeza el ver producirse después de la guerra una avalancha, que no dejaba de tener la contrapartida de una rebaja (cien psicoanalistas mediocres, recordemos), de candidatos en cuya mente el motivo de encontrar refugio ante la marea roja, fantasma de ese entonces, no estaba ausente.
Que la «coexistencia», que podría perfectamente ella también aclararse por una transferencia, no nos haga olvidar el fenómeno que es una de nuestras coordenadas geográficas, hay que decirlo, y cuyos farfulleos sobre el racismo más bien enmascaran su alcance.
El final de este documento precisa el modo bajo el cual podría ser introducido lo que sólo tiende, abriendo una experiencia, a por fin volver verdaderas las garantías buscadas.
Se las deja enteramente en manos de quienes tienen experiencia.
No olvidamos, sin embargo, que son quienes más padecieron las pruebas impuestas por el debate con la organización existente.
Lo que deben el estilo y los fines de esa organización al black-out realizado sobre la función del psicoanálisis didáctico, es evidente a partir del momento en que se permite echarle una mirada: a eso se debe el aislamiento con el que se protege a sí mismo.
Las objeciones que encontró nuestra proposición no dependen en nuestra Escuela de un temor tan orgánico.
El hecho de que se hayan expresado sobre un tema motivado, moviliza ya la autocrítica. El control de las capacidades no es ya inefable por requerir títulos más justos.
La autoridad se hace reconocer es una prueba tal.
Que el público de los técnicos sepa que no se trata de discutirla, sino de extraerla de la ficción.
La Escuela freudiana no podría caer en el tough sin humor de un psicoanalista que encontré en mi último viaje a los U.S.A. «Por eso nunca atacaré las formas instituidas, me dice, ellas me aseguran sin problemas una rutina que es mi confort».
Traductor: Irene Agoff, Diana S. Rabinovich