Hannah Arent- La banalidad del mal

Mayra de Hanze (compiladora)

manosSe ha podido decir que Arent niega el mal, que no cree en el mal o que lo banaliza, pero si uno sigue la evolución de su pensamiento, se advierte que desde “Los orígenes del totalitarismo” el mal radical es postulado no como un pecado original, sino como una manera histórica y políticamente cristalizada de reducir  los hombres a la condición de superfluos. Hay un mal del que los hombres son capaces y que no tiene límites, escribe Arent en “La culpabilidad organizada”. Y asocia ese mal radical con el “mal absoluto” según Kant. Ella sostiene que el totalitarismo se sustrae al entendimiento humano, más allá del antisemitismo, el horror ha alcanzado lo irreal. Desde 1950 y reflexionando ya sobre Auschwitz, la politóloga había identificado el mal radical, con lo que más tarde llamará “la banalidad del mal”, puesto que, tanto en el “sistema totalitario” como en el caso Eichmann, se trata siempre de la destrucción del pensamiento, una destrucción solapada, generalizada, inadvertida y, en ese sentido banal, pero escandalosa, que prefigura la aniquilación escandalosa de la vida.

Otto Adolf Eichmann era un ex dirigente del sector IV-B-4 de la Oficina Central de Seguridad del Reich. En 1943, ese era el único organismo destinado a asegurar aún la tarea de “la eliminación del adversario judío”. Eichmann fue capturado en las afueras de Buenos Aires el 11 de mayo de 1960, y llevado a Israel, se los juzgó en Jerusalén en 1961. Hannah Arent le propuso al New Yorker que la enviara a cubrir el acontecimiento, quería cumplir una obligación respecto de su propio pasado, ya que no había podido asistir al proceso de Núremberg, y después confesó que había escrito ese libro “en un curioso estado de euforia”. Los cinco artículos publicados en el New Yorker aparecieron en forma de libro en 1963, sin embargo el escándalo ya había estallado y no cesaría de crecer.

Muchos le reprocharon a Arent su tono desenvuelto, pero sobre todo objetaron tres temas principales del libro:

-La acusación de la autora al gobierno de Ben Gourion y al procurador general Gideon Hausner por haber montado un proceso teatral y de propaganda.

-Las críticas a los consejeros judíos por haber participado en la deportación y, progresivamente, en el exterminio de sus correligionarios.

-Finalmente, un retrato de Eichmann que minimizaba su personalidad criminal en favor de una construcción abstracta, en la cual él participaba por su valor demostrativo; la “banalidad del mal”. Según Gershom Scholem, a la autora le faltaba, “tacto del corazón”. Numerosos periódicos publicaron artículos violentos que deformaban el pensamiento de Arent y la acusaban de antisemitismo. Según Elizabeth Young-Bruehl, el acontecimiento, más espectacular fue la reunión organizada en New York inmediatamente antes del lanzamiento del libro de Arent por la Vicking Presse. En esa reunión con Gideon Hausner y Nahum Goldman, entonces presidente del Congreso  Judío Mundial, éste declaró ante una audiencia de casi un millar de personas que Hannah Arent había acusado a los judíos europeos de haberse dejado masacrar por los nazis y de haber dado pruebas de cobardía y ausencia de voluntad de resistencia.

Entre los blancos de los ataques que Arent  tuvo que enfrentar, su tesis principal sobre la “banalidad del mal” encarnada por Eichmann fue sin duda la más difícil de circunscribir. En este punto la politóloga vuelve a hacerse narradora, y relata la biografía de un alemán común, “ni débil de espíritu, ni adoctrinado ni cínico”. Esa persona “media” y “normal” la impresiona a lo largo de todo el proceso, pues revela ser “absolutamente incapaz de distinguir el bien y el mal. Arent observa sarcásticamente su lucha heroica contra la lengua alemana, sus fórmulas estereotipadas y su lenguaje administrativo; ni una sola frase que no fuera un cliché.

Junto al itinerario de este hombre desclasado que encontró una valorización posible y una carrera promisoria en el nacionalsocialismo, junto a su fascinación por el idealismo de los sionistas, junto a su buena conciencia de alemán que creyó servir a la moral protestante o kantiana cuando obedecía las órdenes de sus superiores, Arent añade observaciones aparentemente anodinas que debieron resultar chocantes para muchos de sus lectores. Por ejemplo, añadía que Eichmann se negó a leer Lolita de Nabokov (un policía israelí se la ofreció para distenderlo), pues consideraba que ese libro era malsano. Prueba definitiva, sí acaso hacía falta, según nuestra periodista, de una ausencia total de espontaneidad, y por lo tanto de libertad y de capacidad para un pensamiento personal. Cuando, más se lo escuchaba, más evidente resultaba  su incapacidad para pensar, sobre todo pensar desde el punto de vista de los otros. Era imposible comunicarse con él, no porque mintiera, sino porque se rodeaba de mecanismos de defensa extremadamente eficaces contra las palabras de las otras personas, contra la presencia de ellas y, por lo tanto, contra la realidad misma. Eichmann tenía el triste don de consolarse con clichés, y, hasta su muerte se contentó con pronunciar frases hechas, como un discurso aprendido, como si citara palabras de confección u órdenes.

Ante tanta inautenticidad y obediencia, surge un interrogante: ¿tenía el acusado una conciencia?

El reportaje del New Yorker reconstituyó “en directo” ese fenómeno humano inquietante que Arent había analizado en Los orígenes del totalitarismo, como una cristalización de las condiciones sociopolíticas del totalitarismo nazi: la erradicación del pensamiento en el ser humano, su renuncia a pensar por sí mismo, su docilidad ante los superiores que daban las órdenes. Eichmann le dio la oportunidad de demostrar que, sin haber sido monstruos sádicos o torturadores inveterados, la gran mayoría de quienes hicieron el nazismo compartían esa condición banal, de renuncia al juicio personal, de ausencia de solitud.

Por tanto, banalidad, no quiere decir inocencia. La historia de Eichmann no es en absoluto la de un inocente. Arent está a favor de la pena de muerte, puesto que el derecho está destinado a castigar los crímenes que este hombre cometió, y no a la persona incapaz de distinguir entre el bien y el mal. Su análisis a propósito de Eichmann tiene el objetivo de interpelar a la conciencia individual, más bien que estigmatizar los crímenes colectivos en los cuales esa conciencia corre el riesgo de disolverse. Junto con otros, ella desea que Eichmann sea llevado a una corte internacional, pues el crimen contra los judíos era también un crimen contra la humanidad. Concluye sosteniendo que su libro es un estudio sobre la maldad humana: la terrible, la indecible, impensable banalidad del mal.

En otras palabras, Eichmann es una ilustración concreta de la manipulación de la humanidad característica del totalitarismo, sin ser estúpido en el sentido estricto, ese burócrata ponía de manifiesto una pura ausencia de pensamiento. Más inquietante aún es una comprobación aparentemente menos grave que hace Arent, para quien la banalidad resulta mucho más espantosa, sin ser perversos ni sádicos, algunos individuos “horrorosamente normales”, con una buena conciencia, perfecta, cometen crímenes de una nueva especie. Son incapaces de juzgar, pero se arrogan el derecho de decidir quién debe y quien no debe habitar este planeta. Esa perversión, gravísima a los ojos de Arent, implica perversión del imperativo moral y del juicio que le sirve de apoyo, es Kant deformado. Era culpable porque había obedecido, y sin embargo la obediencia se consideraba una virtud.

Sin embargo, sin dejar de reconocer un fundamento sexual en el sadismo, Arent rechaza la concepción freudiana de un sadismo radical relacionado con la pulsión de muerte e intenta establecer que la violencia no es bestial ni irracional, es sistemática y perfectamente programada.  Julia Kristeva. El genio femenino.

En 1996 Daniel Goldhagen publicó Los verdugos de Hitler. Los alemanes corrientes y el holocausto.

Obra en la que se despliega la existencia de dos grandes tendencias historiográficas entre los estudiosos de la shoa. La primera, tradicional, hace hincapié en el antisemitismo y en la figura carismática de Hitler como fuente principal del exterminio. La otra tendencia, en la que se incluyen Adorno y Arent, hace hincapié en la racionalidad instrumental y burocrática del exterminio, y en el surgimiento de una ciencia racial.

Si bien el exterminio nazi recayó fundamentalmente sobre los judíos, no se limitó al antisemitismo. Las víctimas comenzaron siendo también los propios alemanes que cayeron en las purgas de purificación racial: los discapacitados y los homosexuales, los bolcheviques y los opositores al régimen de distintas nacionalidades. Los gitanos, muchas veces olvidados de la historia, tuvieron el mismo destino que los judíos.

George Orwell nos advierte que el exterminio empieza por la lengua con el término que él acuña como neolengua o hablanueva implementada en su novela 1984. La maquinaria del exterminio se presenta como lenguaje administrativo y como recurso de propaganda y ocultamiento, lo que permitía llevar a cabo las tareas de la matanza sin llamarlas por su nombre.

Se usan entonces palabras y expresiones de significado neutro o positivo para nombrar el terror y el exterminio. Por ejemplo:

La solución final nombraba el exterminio

Tratamiento especial significaba matanza

Abandono de lugar indicaba desalojo

Direccionamiento de la colonización designaba la expulsión de los judíos

El reagrupamiento nombraba a la deportación

La zona judía de residencia eran los ghettos y su expulsión se denominaba desplazamiento de residencia, hacia los campos de concentración o exterminio.

A los cadáveres; marionetas, trapos o piezas.

En Auschwitz no se moría, se producían cadáveres, expresión utilizada por la SS y también por Heidegger en su conferencia titulada El peligro en 1949.

Esta producción seriada es el apogeo  de la deshumanización, cadáveres sin muerte, violación de la dignidad de morir, piezas producidas en un trabajo en cadena. Silvia Elena Tendlarz.  Shoa, Freudiana 39, Ediciones Paidós, Barcelona, 2004.

Ver una película documental como La banalidad del mal, me hace pensar en el pronunciamiento que ya en junio de 1915 hiciera Freud; La guerra, en la que no quisimos creer, ha estallado ahora y trajo consigo…la desilusión. No sólo es más sangrienta y devastadora que cualquiera de las guerras anteriores, y ello a causa de las poderosas y perfeccionadas armas ofensivas y defensivas, sino que es por lo menos tan cruel tan encarnizada y tan inmisericorde como ellas…

Las ilusiones se nos recomiendan porque ahorran sentimientos de displacer y, en lugar de estos, nos permiten gozar de satisfacciones. Entonces, tenemos que aceptar sin queja que alguna vez choquen con un fragmento de la realidad y se hagan pedazos…

Dos cosas en esta guerra han provocado nuestra desilusión: la ínfima eticidad demostrada hacia el exterior por los Estados que hacia el interior se habían presentado como los guardianes de las normas éticas, y la brutalidad en la conducta de  individuos a quienes, por su condición de partícipes en la más elevada cultura humana, no se los había creído capaces de algo semejante…

Lo que nos lleva a plantear que no hay “desarraigo” alguno de la maldad. La investigación psicoanalítica muestra más bien que la esencia más profunda del hombre consiste en mociones pulsionales…estas mociones pulsionales tienen que andar un largo camino de desarrollo antes que se les permita ponerse en práctica en el adulto. Son inhibidas, guiadas hacia otras metas y otros ámbitos, se fusionan unas con otras, cambian sus objetos, se vuelven en parte sobre la persona propia… Freud. De guerra y muerte. Temas de actualidad. La desilusión provocada por la guerra, Amorrortu editores, T. XIV.

17 años después en 1932 Freud responde  a Einstein ¿Hay algún camino para evitar a la humanidad los estragos de la guerra?…Recapacité entonces, advirtiendo que no se me invitaba a ofrecer propuestas prácticas, sino sólo a indicar el aspecto que cobra el problema de la prevención de las guerras para un abordaje psicoanalítico…El nexo que realiza usted (Einstein) entre derecho y poder, es ciertamente el punto de partida correcto para nuestra indagación. ¿Estoy autorizado a sustituir la palabra “poder” por “violencia”, más dura y estridente? Derecho y violencia son hoy opuestos para nosotros pero es fácil mostrar que uno se desarrolló desde la otra…Los conflictos de intereses entre los hombres se zanjan en principio mediante la violencia…Sabemos que este régimen se modificó en el curso del desarrollo, cierto camino llevó de la violencia al derecho…La violencia es quebrantada por la unión, y ahora el poder de estos unidos constituye el derecho en oposición a la violencia del único. Vemos que el derecho es el poder de una comunidad…Entonces el derecho de la comunidad se convierte en la expresión de las desiguales relaciones de poder que imperan en su seno. Freud. ¿Por qué la guerra?, Amorrortu, T. XXII.

Esto nos permite ubicar más claramente, la propuesta de MH Brousse: “La guerra es la civilización…la civilización es la causa de la guerra…Brousse. De los ideales a los objetos: el nudo de la guerra, El psicoanálisis a la hora de la guerra, Tres Haches, Argentina, 2014.

Es importante entonces precisar que Arent centra La banalidad del mal en un error de pensamiento, en una ausencia de pensamiento que va de la radicalización del mal a una consonancia con el mal absoluto en Kant. Este error de pensamiento transparenta una ausencia de culpa en el acusado Eichmann.

Me parece oportuna la distinción que realiza Miller entre culpa y vergüenza, siendo la culpa  el efecto sobre el sujeto de Otro que juzga y, por lo tanto de Otro que es portador de valores que el sujeto habría trasgredido. Diríamos al mismo tiempo que la vergüenza tiene relación con un Otro anterior al Otro que juzga, un Otro primordial, que no juzga sino que sólo ve o da a ver. Así, se puede considerar vergonzosa la desnudez y cubrirla. También se podría tratar de decir que la culpabilidad es una relación con el deseo, mientras que la vergüenza es una relación con el goce, que toca a lo que Lacan llama, en su “Kant con Sade”, a lo más íntimo del sujeto. Miller. Nota sobre la vergüenza, Freudiana 39, Ediciones Paidós, Barcelona, 2004.

Hannah Arent había puesto  el perdón y la promesa en el centro de su reflexión sobre La condición humana, traducido bajo el título La condición del hombre moderno, haciendo del perdón y de la promesa dos formas fundamentales del vínculo que transportan la acción humana a la dimensión del lenguaje, dos actos fundadores del nuevo discurso moral, el único regulador de la acción y de su facultad de desencadenar procesos nuevos y sin fin.

El discurso del amo quiere tratar la culpabilidad por el perdón, al contrario del avergonzar, que viene a partir de la reflexión de Lacan sobre el motor de la acción psicoanalítica según Freud. Para Freud se trata ante todo de una acción fundada sobre el amor a la verdad. Es la sinceridad del psicoanálisis. En su nombre, Freud barre ante sí los falsos semblantes de la comunicación social para obtener el reconocimiento de un real.

La vergüenza es un afecto eminentemente psicoanalítico que forma parte de la serie de la culpabilidad. En efecto, una de las brújulas de la acción psicoanalítica es no desculpabilizar jamás. Cuando el sujeto dice que es culpable, tiene excelentes razones para ello, es más siempre tiene razón, esto es lo que implica la hipótesis del sentimiento de culpa inconsciente. Contrariamente a las psicoterapias, el psicoanálisis reconoce y admite esta culpabilidad. Lacan oponía desculpabilizar a desangustiar. Nunca hay que desculpabilizar sino que hay que desangustiar. El término avergonzar se inscribe así en un surco trazado en la tradición freudiana y es un índice de una posición clínica constante en la obra de Lacan. Eric Laurent. La vergüenza y el odio de sí, Freudiana 39, Ediciones Paidós, Barcelona, 2004.

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