Dejar ir

Por: Carlos Quezada Moncayo

Conozco de la muerte y del duelo desde muy joven, mi hermano menor sucumbió ante ella a sus tres años –yo tenía cinco–. Hubo lucha por evitarlo, una épica batalla lidiada por mi padre, mi madre y él mismo, lucha que nos mantuvo separados –a un hemisferio de distancia– por varios meses. La época era distinta, no existía la posibilidad de videoconferencias o siquiera de conexiones de audio sostenidas, hubo mucho silencio y confusión. En fin, este es el breve relato de una muerte que me es –aún hoy, más de treinta años después– difícil de manejar.

En mi caso, hubo la posibilidad de realizar los rituales simbólicos propios del fallecimiento de un ser querido. Sé claramente dónde se hallan los restos de lo que fue el cuerpo de mi hermano, los pude ir a buscar cuando lo necesité, incluso tuve la oportunidad de dejar de visitarlos cuando “ya no quise hacerlo”. Podría decirse que tuve –que tengo aún– la experiencia completa de cómo mi cultura honra a los que no están. Nada de esto ha sido suficiente, hay algo que “insiste y no cesa de no escribirse”.

Esta insuficiencia evidencia –en mi caso al menos– que, si bien el ritual simbólico funerario permite un tratamiento de ese Real de la muerte del ser querido, esta vía no es necesariamente plena ni la única válida. Hizo falta la intersección con la lógica el discurso analítico. Hizo y hace falta llevar las preguntas por “esos restos de lo que fue el cuerpo de mi hermano” hasta sus últimas consecuencias.

Ahora bien, no es estéril preguntarse qué hubiese sido de mi trayecto sin, al menos, esa “experiencia completa de cómo mi cultura honra a los que no están”. En condiciones habituales, no habría cuestión: el ritual debe sostenerse. El asunto es que, en los tiempos que nos ha tocado vivir, es inútil exigir lo que materialmente se torna imposible.

Lo cual no impide que, ante lo imposible, haya la invención.

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